Pues les contaba el miércoles… O toda la semana, que esta historia se ha venido arrastrando de día en día, excepto ayer. Tenía mucho que escribir, y poco tiempo para hacerlo. Había entrado a un reto de escribir una entrada diario en un blog, e iba cinco días atrasado; debía comentar en al menos cinco blogs de los compañeros por día, y me faltaban tres días, unos quince párrafos; era el último día del NaNoWriMo (mes nacional de escritura de novelas, por sus siglas en inglés), y estaba corto por poco más de dos días, unas 4,000 palabras. Tenía que mandar un par de notas del trabajo, dos cuartillas; un texto al periódico, una cuartilla, y otro a una revista, dos cuartillas.
Afortunadamente, ese día no había ido a la oficina, estaba en casa solo —la familia estaba lejos—, disponía de mi estudio con la música a mi gusto, y todo listo para afrontar las tareas. Empezando, claro, con las laborales. Luego, los retos sociales. Y mi blog y la novela serían el postre.
Entonces me acordé del profesor Flores y su recomendación de la mescalina. “A ratos, a las personas muy inteligentes nos pasa que se nos atoran las cosas por exceso de análisis. Pensamos tanto que no hacemos nada. En esos casos, un mezcal ayuda a inhibir el exceso de pensamiento. Y dos, estimulan la creatividad…”.
Recientemente, me habían regalado un magnífico mezcal, en su estuche de lujo, con todo y sal de gusano. Y sus caballitos de barro negro. Era momento de poner a prueba el consejo de mi querido profesor.
Un mezcal. Dos. Tres… Fluyó la novela, incluído uno de los mejores capítulos de la misma. De esos que te llevan las emociones más variadas a los extremos: alegría, tristeza, esperanza… Y a soñar. Pocas veces había sentido tanta intensidad al volcarme en un texto. Va otra página. Otra sección. Un capítulo más. Aporrea el teclado. Da otro sorbo. ¡Qué emoción, qué gusto! Sigue…
Llegué al quinto caballito, con la sensación de que era un gran escritor y podía hacer lo mejor posible en poco tiempo. Ya estaba en las entradas del blog. Perfecto. Todo se acabaría a tiempo y bien. Había descubierto mi estimulante ideal. Al final, me fui a dormir hasta vestido. Estaba solo en casa. Feliz con la labor realizada.
Hasta que amaneció al día siguiente. Sí, la novela tenía parte de los mejores textos que he escrito. Muy bien lograda, intensa y potente. Pero las entradas del blog… La penúltima era una colección de frases lógicas pero incoherentes, que no transmitían idea alguna y que tampoco eran intencionales. Un salpicadero de babas y tonterías.
La última… Salvo el título, que había establecido previamente, no tenía una sola palabra completa. Todo era un golpeteo de letras al azar, formando largas páginas sin fin. Parecían ejercicios de aprendiz de mecanógrafo, de esas veces en que por primera vez te tapan el teclado con una tela negra para que no veas y reacciones por instinto nada más. “dghorhg keohoa kdohoogvvd aeifhqrbb dug t y pqerob ewcuob” (perdón que no sea cita textual, no me acuerdo lo que puse). Era un texto cuatro veces más largo que los demás, sin una sola palabra legible. Afortunadamente, el cursor se había quedado en “publicar”, pero no apreté ese botón.
Allí descubrí que dos o tres mezcales eran lo máximo que podía aguantar. Y no he vuelto a utilizar ese truco. Aunque sí, es mi única bebida de elección para tomar solo, sea para relajarme o para estimularme a escribir, no creo llegar a romper mi récord de cinco caballitos en un día. Y esa es la historia de mi único día escribiendo a la Hemingway.
Letras bailando
un vals desatinando
en la pantalla.