Nunca he sido de abusar de sustancias. Ni tabaco, ni alcohol, ni café. A veces, antes de entrar a clase, tomaba café, negro y rápido, para que se me “soltara la lengua” y afinara las ideas. Pero fuera de eso, ni siquiera soy del “tomar café para poder despertar”.
Veo, por el contrario, que muchos colegas requieren alcoholizarse. O “enchocharse”. O fumar algo, no necesariamente tabaco. Vaya, según ellos, estimular la mente para dejar fluir las ideas, para poder escribir bien, así sea con algún tipo de estimulante.
Alguien incluso me citaba el caso de Pablo Picasso: hasta entrados en los ochenta tenía sexo con frecuencia. Hasta tres veces al día. Y eso le permitía dedicarse de diez a quince horas diarias pintando. Quitando apenas tiempo para dormir y follar, que hasta la comida la hacía frente a sus cuadros. El sexo era su estimulante.
Confieso que una sola vez escribí con un exceso de mescalina en el cuerpo. Esa sustancia casi psicotrópica que hace diferente al tequila del mezcal, y que se obtiene del maguey.
El tema es este: había entrado a un reto de escribir una entrada diario en un blog, comentar en al menos cinco, era el último día del NaNoWriMo (mes nacional de escritura de novelas, por sus siglas en inglés), tenía que mandar un par de notas del trabajo, un texto al periódico y otro a una revista. E iba colgado en todo.
Entonces me acordé de mi profesor Edmundo Flores. Hombre brillante como pocos y suficientemente maldoso como los menos. Alguna vez nos había hablado en clase de los beneficios de la mescalina. Claro, era una clase de economía agrícola, por lo que el “anuncio” de esa sustancia no cayó mal. Entraba naturalmente en el tema.
Y luego….
Bueno, pues luego les cuento. El viernes, que por hoy ya vamos largos y mañana toca pódcast. Nos vemos dentro de un par de días con el final de esta historia.
Baila la pluma
rauda por el cuaderno
con mezcalina.